
HISTORIA DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Historia de la lectura
Señales de humo, nudos, registros y dibujos primitivos; signos apenas dibujados, intrigantes jeroglíficos, complicados caracteres, caligrafías incluyentes o excluyentes (dependiendo a quiénes se dirijan) serían elementos culturales muertos si no contaran con ese alguien –el sujeto lector– capaz de reconocer no sólo el signo y su forma, sino, y fundamentalmente, su significado, su contenido cultural cifrado. Contenido susceptible de incorporar a la vida individual y colectiva como un saber patrimonial compartido, como un significado que es bien común o puede serlo.
De este lector –capaz de ir más allá del mero desciframiento de un signo y de realizar el acto cultural por excelencia: la comprensión, detección y/o construcción de los significados que enlazan entre sí a los miembros de una comunidad– ha dependido y depende la supervivencia de nuestra vida cultural y comunitaria, de ahí su importancia.
Formar lectores capaces de ser algo más que “leedores” (simples descifradores), capaces de ser lectores comprometidos con los significados de lo que leen, y gustosos de encontrar en dichos significados referencias, reflejos o explicaciones a su propia condición humana y la de quienes le rodean (atravesando el tiempo y el espacio) es la finalidad última del esfuerzo cultural mencionado.
Dichos lectores, para serlo, han de ser lectores “autónomos”, es decir, lectores que, ejerciendo su capacidad de desciframiento de lo escrito, sean capaces de acercarse a él y sus significados de manera crítica y soberana, laica. Entendida así, la lectura es un acto de libertad y apropiación de lo escrito. Es una actividad humana legítima, una elección voluntaria y libre ajena a toda imposición que la obstaculice, la imposibilite, la destruya o pretenda alejarla de sus fines últimos que son leer para tener noticias de los otros, leer por el gusto de entrar en el círculo de la comunicación humana, leer para humanizarse.
La lectura es, pues, en sentido estricto, una acción política democratizadora, puesto que constituye una vía privilegiada para la transformación de los sujetos lectores en actores participativos (capaces de apropiarse de las necesidades, sentimientos y búsquedas de sus congéneres) dispuestos a reconocerse en su cultura e incorporarse a su humanidad.
En México, como en otros países de Latinoamérica, se han realizado numerosos esfuerzos –no siempre exitosos– por incrementar la práctica lectora en la vida cotidiana. Estos esfuerzos no han tenido los resultados esperados, puesto que se imponen a la realidad educativa como un “programa”, una mera “política coyuntural” y no recogen la tarea fundamental de interrogar cuál ha sido la historia de la formación de lectores en nuestro país, y si esta formación tuvo la intencionalidad –que hoy reconocemos como legítima– de formar, mediante la lectura, sujetos autónomos; es decir, sujetos capaces de “leer” de manera libre y soberana la realidad que toda escritura ofrece. De ahí que consideremos indispensable realizar una visita, aun cuando sea breve, a la historia de la lectura en México.